Llevaba
varias horas nevando y, tras la puesta de sol, el frío se había recrudecido. Sintió un escalofrío y decidió encender la poca leña que quedaba con una bola hecha de los papeles de periódico manchados de sangre. Tras un par de intentos desistió. Se dejó
caer en el sofá y cerró los ojos con fuerza.
Tres veces
había dudado. La primera, cuando, al agarrarlo por el cuello, sintió el pálpito
histérico de su yugular. La segunda, cuando el niño dejó de llorar y se quedó
mudo mirando al techo. La tercera, al ver el cuerpo tendido en la alfombra en aquella posición imposible. Está última, claro, era una duda pos-factual, pero duda
al fin y al cabo.
Se levantó
del sofá y calentó agua para prepararse un té. Buscó algún paquete sin demasiado
éxito y acabó tomándose una manzanilla que sabía a rancio y que dejó al segundo
sorbo. Tampoco parecía haber azúcar y el bote de miel que podía haber salvado
la infusión se le cayó torpemente al suelo estallando en pedazos.
¿Fue el Martes de hace dos semanas la primera vez que los vio en vivo? - pensó - No, debía
ser Miércoles. El Martes había pasado la tarde arreglando esa puta tostadora que
Marta insistía en resucitar una y otra vez.
Sí, era
Miércoles, seguro. Aquella tarde los hermanos Ayón saltaban alrededor del carro, corrían por
los pasillos del supermercado y gritaban sus tonterías de niños. Tan
insufribles resultaban que un par de señoras molestas les lanzaron infructíferas
miradas de reprobación. La madre parecía estar más allá de la situación y metía
con tranquilidad la fruta en bolsas de plástico antes de pesarla.
Ese mismo día al volvr a casa decidió urdir su plan. Después de muchas vueltas, pensó que lo
mejor sería hacerlo el Domingo por la mañana, los dos niños a la vez. El padre
iba al gimnasio y la madre solía salir a pasear al perro. Llegó el Domingo y pese a la preparación el plan
fue un desastre.
Llamó a la puerta y abrió el padre que había ido al gimnasio el Sábado. Así que, sin saber que hacer, se abalanzó sobre él y empezó a golpearle sin control: en la cara, en el pecho, en los hombros… Los gritos se sucedía en el apartamento mientras el padre intentaba zafarse. Un golpe seco en la sien lo dejó inmóvil en el suelo.
Llamó a la puerta y abrió el padre que había ido al gimnasio el Sábado. Así que, sin saber que hacer, se abalanzó sobre él y empezó a golpearle sin control: en la cara, en el pecho, en los hombros… Los gritos se sucedía en el apartamento mientras el padre intentaba zafarse. Un golpe seco en la sien lo dejó inmóvil en el suelo.
A los
niños, que habían salido corriendo, los alcanzó en el zaguán. Seguían gritando.
La gente miraba, pero no hacía nada. Se miraban los unos a los otros, confusos.
Lanzó a
los pequeños dentro del coche y salieron a toda prisa de la ciudad. Ya no
gritaban. El menor lloraba en silencio y la mayor apretaba la mandíbula con
fuerza para no hacerlo.
***
Se asomó a
la ventana, seguía nevando. Allí estaba la niña tendida sobre la nieve,
inmóvil. Atada por las manos a un árbol. Ella no se merecía morir rápido, no.
Claro que la tortura era algo cruel e injustificado en muchos casos pero no en
éste. ¿No en éste? Había violado la norma más esencial de nuestra sociedad, “No matarás” y, ahora, sentía que la tortura no era algo mucho más vil que el asesinato, si acaso
menos. Además, ¿no han sido los grandes hombres de la historia los que no han
sido parados por estas reglas tan limitantes? ¿Y si Napoleón hubiese decidido
no matar? ¿Sería hoy recordado por algo más que un sombrero extravagante? Matar
se hace lícito sólo si lo juzgas mirando al pasado de los vencedores. Hoy
vencería él.
Salió y la
nieve recién caída crujía bajo sus botas. Se acercó a ella y se sentó a
horcajadas sobre su estómago. La niña gimió pero sus ojos siguieron perdidos en
el cielo ya totalmente negro.
-
¿Por qué lo
hiciste? – le preguntó
Ella no emitió
ni un sonido. Sólo dejó de mirar al cielo y le miró a él.
-
Era sólo un niño.
Un niño pequeño, seguro que algo tímido. Un niño nuevo que buscaba hacer amigos
y pensó que había encontrado en vosotros alguien. ¿No? Quizá sí, quizá no.
Se levantó
y dio un par de vueltas alrededor de la niña.
-
En cualquier caso,
¿qué clase de monstruo hace caminar a un niño sobre un agujero de dos metros
tapado con un cartón? ¿Pensabas que sería gracioso? ¿Qué tu hermano y tú
podríais reíros un rato? – su tono se encendió - ¿Qué coño pensabais que iba a
pasar? ¿Nada? Lo dejasteis ahí, con la columna rota. Os callasteis como
cobardes y ahí murió solo. Estáis enfermos.
Paró unos
segundos y respiró.
- Tener una buena
familia de abogados es útil en estos casos. Un asesinato que se convierte en un
accidente. Inevitable. Fatal. Una pena. Una broma con un trágico final que
nadie esperaba. Pero sólo eran unos niños. Yo, personalmente, no puedo vivir
siendo cómplice silencioso de esas injusticias.
Del bolsillo de la chaqueta, sacó un
cuchillo de cocina corto y afilado. De los ojos
de la niña empezaron a brotar unas lágrimas quedas.
-
Es bueno
arrepentirse, aunque sea al final. Pero no tiene mérito, no lloras de pena por
lo que hiciste. Lloras por que tienes miedo a morir tú también.
Le abrió
la blusa y deslizó el cuchillo sobre su estómago dejando la hoja dentro de su
ropa interior. Dejó el cuchillo ahí.
-
Si lo haces tú
será más rápido y te dolerá menos.
La niña no
se movió. Él seguía mirándola esperando una respuesta. Finalmente, ella negó con
la cabeza.
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